No es
necesario hacer ninguna encuesta para saber con aproximación el escaso
grado de conocimiento que el pueblo cristiano tiene acerca de la oración
de intercesión, a pesar de ser un mandato que Cristo ha dado a su
Iglesia. Y como en tantas situaciones de nuestra experiencia cristiana,
la ignorancia es el mayor obstáculo en el punto de
partida. Si estamos en la ignorancia respecto a la intercesión, ¿cómo
vamos ni siquiera a esforzarnos por cumplir la misión que se nos ha
encomendado?
Lo primero que debemos intentar es adquirir criterios
sólidos y claros sobre nuestra capacitación como intercesores, que
sirvan de cimiento al edificio de la intercesión práctica, en la que
tiene que vivir el verdadero discípulo permanentemente. Y puesto que el
primer paso que tiene que dar un intercesor es el de relacionarse con el
trono de gracia y de misericordia, la primera pregunta a que tenemos
que contestar es ésta: ¿ cómo tenemos que acercarnos hasta
él?
La sabiduría
de Dios fijó hace tiempo las condiciones que había que cumplir
para acercarnos a Dios de acuerdo con la perspectiva de la nueva
Alianza, cuando a Pedro le preguntaron: "'¿Qué hemos de hacer,
hermanos?' Pedro les contestó: 'Convertíos, y que cada uno de vosotros
se haga bautizar en el nombre de Jesucristo para remisión de vuestros
pecados; y recibiréis el don del Espíritu Santo'" (Hch 2,38). En
síntesis tendríamos que fijar dos objetivos: apartar las dificultades y
atender las necesidades que requiere la empresa.
La necesidad está expresada en las
dos afirmaciones primeras de Pedro: conversión y perdón de los
pecados. El problema del hombre es que no puede desprenderse de su
naturaleza pecadora, aunque puede y debe luchar contra el pecado que
procede de esa naturaleza. Esta lucha empieza con una actitud de
arrepentimiento por el pecado y continúa con una conversión o cambio de
conducta, que ha de mantener constantemente a lo largo de toda su vida,
porque, en el momento en que deje de defenderse del acoso del pecado,
volverá pronto a las andadas.
Con la conversión pasa, como en tantas ocasiones, que
podemos hablar y tratar de una conversión verdadera o de una conversión a
medias. Cuando tenemos los ojos puestos en el servicio de la
intercesión, no podemos contentarnos con una conversión parcial,
porque ésta nos impediría llegar al final del camino que hemos de
recorrer, que es el de nuestra permanencia en Cristo; y en Cristo no se
puede permanecer dignamente mientras hay algún grado de falta de
voluntad de conversión, que lógicamente se corresponde con un grado de
alianza con el pecado. La posición que tiene que ocupar el intercesor es
muy delicada; para estar allí tiene que llegar libre no sólo del
pecado, sino de cualquier alianza y condescendencia con el mundo y con
la carne, que son los aliados tradicionales del pecado. Esto significa
que su capacidad intercesora tendrá relación con su capacidad de
desprendimiento de los apegos del mundo y control de los apetitos de la
carne.
Lo
que hemos dicho hasta aquí significa quedarse vacío de todo lo que no
hay que llevar, de todo lo que no puede entrar en la presencia del
Señor. Pero no basta quedarse vacíos; hay que tomar el alimento
para el camino y los medios necesarios para tener la energía y las
facultades que necesitamos, si queremos llegar hasta el final. Y aquí
entra de lleno la obra del Espíritu Santo, el que nos hace hijos
de Dios, el que nos da la nueva vida y nos lleva al crecimiento, el que
en definitiva nos reviste con la túnica de la santidad, que es la
única con la que podemos estar en la presencia de Dios y nos capacita
para interceder.
Pero este proceso de purificación y capacitación para llegar
a estar en nuestro puesto de intercesores no se improvisa ni es fácil
de llevar a cabo. Es una empresa de gran dificultad en la que
hemos de participar haciendo nuestro trabajo, pero sabiendo que el
Espíritu es el que lo dirige y el que realiza la mayor parte del mismo,
tanto que nuestra colaboración consiste fundamentalmente en dejarle
hacer y no ponerle obstáculos. ¿Cómo se logra esto? El Maestro nos
enseñó la clave de palabra y con su ejemplo: obedecer la
Palabra.
Jesús de Nazaret, el que llegaría a ser intercesor
principal ante el Padre, dio ejemplo de obediencia en su vida
hasta el extremo de que, aun siendo Dios, se sometió como hombre al
Padre absolutamente en todo: "Mi alimento es hacer la voluntad del que
me ha enviado y llevar a cabo su obra" (Jn 4,34). Y sin fallar como
solemos hacer nosotros; por eso pudo decir luego: "Te he glorificado en
la tierra, llevando a cabo la obra que me encomendaste realizar" (Jn
17,4).
Exigió
obediencia. El trato con sus discípulos fue una lección permanente
de sumisión y obediencia. Solía empezar llamándoles para que le
siguieran, sin más: "Se encuentra con Felipe y le dice: 'Sígueme'" (Jn
1,43). Lo mismo hizo con Simón y Andrés: "Venid conmigo y os haré
pescadores de hombres" (Mt 4,19). O a Leví, a quien dice mientras está
dedicado a su trabajo de recaudador de impuestos: "Sígueme" (Mc 2,14).
Parece que la obediencia es la primera prueba a que sometió a sus
discípulos.
Habló de la obediencia. Más tarde les dio lecciones
acerca de la importancia que tiene la obediencia a la Palabra: "No todo
el que me diga: 'Señor, Señor' entrará en el Reino de los cielos, sino
el que haga la voluntad de mi Padre celestial" (Mt 7,21). Y les
confirmaba que el secreto era escuchar su Palabra y ponerla en práctica:
"Todo el que oiga estas palabras mías y las ponga en práctica, será
como el hombre prudente que edificó su casa sobre roca" (Mt 7,24). Y por
el contrario, "todo el que oiga estas palabras mías y no las ponga en
práctica, será como el hombre insensato que edificó sobre arena" (Mt
7,26).
Y
de sus consecuencias. La afirmación tal vez más contundente que
Jesús hizo sobre la importancia de la obediencia a la Palabra fue ésta:
"Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor, como yo he
guardado los mandamientos de mi Padre, y permanezco en su amor" (Jn
15,10). En pocas palabras: la intercesión es sobre todo un asunto de
amor; y el amor es -a la vista de las palabras del Maestro- problema
de obediencia a su Palabra.
No
podemos ser responsables en el ministerio de intercesión, si no
empezamos por tomarnos muy en serio la Palabra de Dios: acercarnos a
ella para conocerla, escucharla y obedecerla. Difícilmente seremos
escuchados en nuestra intercesión, si no estamos entregados al
cumplimiento de la Palabra de Dios. Antes de quejarnos de que Dios no
nos escucha, deberíamos examinar nuestra posición en relación a ella y
el grado de atención y obediencia que le profesamos. Y finalmente,
deberíamos hacer un examen profundo acerca de nuestra obediencia a
la Palabra, sin limitaciones ni reparos antes de ofrecernos al Señor
como intercesores.
J Raúl Marcos