Extractos del primer discurso sobre la Asunción de María
Por: San Alfonso Maria de Ligorio, Las Glorias de María
María supo el momento de su tránsito
Refieren Cedreno, Nicéforo y Metafraste que el Señor mandó al arcángel san
Gabriel, el mismo que le trajo el anuncio de ser la mujer bendita elegida
para Madre de Dios, el cual le dijo: “Señora y reina mía, Dios ha escuchado
tus santos deseos y me manda decirte que pronto vas a dejar la tierra porque
quiere tenerte consigo en el paraíso. Ven a tomar posesión de tu reino, que
yo y todos aquellos santos bienaventurados te esperamos y deseamos tenerte
allí”.
Ante
semejante embajada, ¿qué otra cosa iba a hacer la Virgen santísima sino
replegarse al centro de su profunda humildad y responder con las mismas
palabras que le dijo cuando le anunció la divina maternidad: “He aquí la
esclava del Señor”? Él, por su sola bondad, me eligió y me hizo su madre;
ahora me llama al paraíso. Yo no merecía ninguno de los dos privilegios;
pero ya que desea demostrar en mí su infinita liberalidad, aquí estoy pronta
a ser llevada a donde él quiere. “He aquí la esclava del Señor. Que se
cumpla en mí siempre la voluntad de mi Señor”.
Después de recibir aviso tan agradable, se lo comunicó a san Juan. Podemos
imaginarnos con cuánto dolor y ternura escuchó aquella nueva el que durante
tantos años la había cuidado como hijo y había disfrutado de su trato
celestial. Visitaría de nuevo los santos lugares, despidiéndose de ellos
emocionada, especialmente del calvario donde su amado Hijo dejó la vida. Y
después, en su humilde casa, se dispuso a esperar su dichoso tránsito.
En
este tiempo venían los ángeles en sucesivas embajadas a saludar a su reina,
consolándose porque pronto la iban a ver coronada en el cielo.
María es acompañada por los apóstoles
Cuentan diversos autores que antes de ser asunta al cielo, milagrosamente se
encontraron junto a María los apóstoles y no pocos discípulos venidos de
diversos países por donde andaban dispersos. Y que ella, viendo a sus amados
hijos reunidos en su presencia les habló así: “Amados míos, por amor a
vosotros y para que os ayudara, mi divino Hijo me dejó en la tierra. Ahora
ya la fe santa se ha esparcido por el mundo, ya ha crecido el fruto de la
divina semilla, por lo que viendo mi Hijo que no era necesaria mi presencia
en la tierra y compadecido de mi añoranza escuchó mis deseos de salir de
esta vida y de ir a verlo en el cielo. Seguid vosotros esforzándoos por su
gloria. Os dejo, pero os llevo en el corazón; conmigo llevo y siempre estará
conmigo el gran amor que os tengo. Voy al paraíso a interceder por
vosotros”.
Ante
noticias tan tristes, ¿quién podrá imaginar las lágrimas y los lamentos de
aquellos santos discípulos pensando que dentro de poco se iban a ver
separados de aquella madre suya? ¿Así que nos quieres dejar, oh María? Es
verdad que esta tierra no es lugar digno y propio para ti y nosotros no
somos dignos de disfrutar de la compañía de la Madre de Dios, pero recuerda
que eres nuestra madre; has sido nuestra maestra en las dudas, nuestra
consoladora en las angustias, nuestra fortaleza en las persecuciones. ¿Y
cómo nos quieres ahora abandonar dejándonos solos sin tu protección en medio
de tantos enemigos y de tanta batallas? Ya habíamos perdido en la tierra a
nuestro maestro y padre Jesús que subió a los cielos, pero nosotros hemos
seguido recibiendo tus consuelos. ¿Cómo vas a dejarnos ahora sin padre y sin
madre? Señora, o quédate con nosotros o llévanos contigo. Así lo refiere san
Juan Damasceno: “No hijos míos –comenzó a hablarles dulcemente la
amabilísima Señora–, no es ése el querer de Dios. Estad contentos cumpliendo
lo que él ha dispuesto sobre mí y sobre vosotros. A vosotros os corresponde
seguir trabajando por la gloria de vuestro Redentor y para ganar la eterna
corona. No os dejo porque quiera abandonaros, sino para ayudaros mejor con
mi intercesión y protección en el cielo ante Dios. Quedad contentos. Os
encomiendo a la santa Iglesia; os recomiendo las almas redimidas; que éste
sea el postrer adiós y el recuerdo que os dejo; cumplidlo si me amáis,
sacrificaos por las almas y por la gloria de mi Hijo para que un día nos
encontremos de nuevo unidos en el paraíso para no separarnos por toda la
eternidad”.
María es recibida por su Hijo
El
divino Esposo ya estaba pronto a venir para conducirla con él al reino
bienaventurado... Ella siente en el corazón un gozo inenarrable por su
cercanía, que la colma de una nueva e indecible dulzura. Los apóstoles,
viendo que María ya estaba para emigrar de esta tierra, llorando sin
consuelo le pedían su especial bendición y le suplicaban que no los
olvidara; todos se sentían traspasados de dolor al tener que separarse para
siempre en este mundo de su amada Señora. Y ella, la Madre amantísima, a
todos y a cada uno los consolaba garantizándoles sus cuidados maternales,
los bendecía con su amor del todo especial y los animaba para que siguieran
trabajando en la conversión del mundo.
Se
dirigió de modo muy particular a san Pedro como cabeza visible de la Iglesia
y vicario de su Hijo; a él le recomendó encarecidamente la propagación de la
fe, asegurándole su privilegiada protección desde el cielo. Se dirigió con
todo su cariño maternal a san Juan, quien como ninguno sufría el dolor de la
separación de su Madre santísima. Y recordándole la agradecida Señora el
afecto y las atenciones con que el santo discípulo la había cuidado todos
aquellos años después de la muerte de su Hijo, le habló así con mucha
ternura: “Juan, hijo mío, cómo te agradezco tus cuidados constantes. Bien
sabes que te lo seguiré agradeciendo en el cielo. Si ahora te dejo es para
rogar mejor por ti. Sigue viviendo lleno de paz hasta que nos encontremos en
el paraíso, donde te espero. Ya sé que no te olvidarás de mí; en todas tus
necesidades llámame para que venga en tu ayuda, que yo no puedo olvidarme
jamás de ti, amado hijo. Te bendigo, hijo mío, y mi bendición te acompañará
siempre: que tengas la paz, adiós”.
Ya
están los ángeles prontos para acompañarla en triunfo al entrar en la
gloria. Mucho la consolaban estos santos espíritus, pero no del todo, no
viendo aparecer aún a su amado Jesús, que era el amor absoluto de su
corazón. Por eso repetía a los ángeles que venían a reverenciarla: “Os
conjuro, hijas de Jerusalén, que si veis a mi amado le digáis que
desfallezco de amor” (Ct 5, 8); ángeles santos, hermosos moradores de la
Jerusalén del cielo, venís con delicadeza a consolarme con vuestra presencia
y os lo agradezco; pero entre todos no me consoláis del todo porque aún no
veo a mi amado Hijo que venga a hacerme feliz; id al paraíso si tanto me
queréis y decid de mi parte a mi Amado que me desmayo de amor. Decidle que
venga presto porque me siento desfallecer por las ansias de verlo.
Al
fin Jesús llega a recoger a su Madre para llevarla consigo al paraíso. Se
refiere en las revelaciones a santa Isabel que el Hijo se apareció a María
con la cruz para demostrarle la gloria especial que le correspondía a ella
por la redención lograda con su muerte, de modo que por los siglos sin fin
ella había de honrarlo más que todos los hombres y ángeles juntos. San Juan
Damasceno refiere que el mismo Jesús se le dio en comunión, diciéndole lleno
de amor: Recibe, madre mía, por mis manos este cuerpo que tú me has dado. Y
habiendo recibido con los mayores transportes de amor aquella última
comunión, oró así: Hijo, en tus manos encomiendo mi espíritu; te entrego
esta alma que tú creaste tan enriquecida de gracias desde el principio,
preservada de toda culpa por pura bondad tuya. Te encomiendo mi cuerpo, del
que te dignaste recibir la carne y la sangre. Te encomiendo también estos
amados hijos que quedan afligidos por mi partida; consuélalos tú que los
amas infinitamente más que yo, bendícelos y dales las fuerzas para realizar
maravillas para tu gloria.
María pasó a la gloria del Padre
Ya
inminente el tránsito de María, como refiere san Jerónimo, se sintieron
celestiales armonías y, además, como le fue revelado a santa Brígida, hubo
un gran resplandor. Ante tales armonías e insólito esplendor, comprendieron
los apóstoles que había llegado ya la hora de la partida. Ellos, redoblando
sus lágrimas y sus plegarias y alzando las manos, dijeron a una voz: María
nuestra, ya que te vas al cielo y nos dejas, danos tu última bendición y no
nos olvides. Y María, mirándolos a todos y como despidiéndose por última
vez, exclamó: Adiós, hijos míos, os bendigo; estad seguros de que no me
olvidaré de vosotros.
Y
entre esplendores y alegría su Hijo, con todo su amor, la invitó a seguirle
entre llamas de caridad y suspiros de amor. Y así aquella hermosa paloma fue
asunta a la gloria bienaventurada, donde es y será reina del paraíso por
toda la eternidad.
La
Virgen María ha dejado la tierra y ya está en el cielo. Desde allí la
piadosa Madre nos mira a los que estamos aún en este valle de lágrimas y se
apiada de nosotros y nos regala su ayuda si así lo queremos. Roguémosle
siempre que por los méritos de su bienaventurada asunción nos obtenga una
muerte santa. Y si a Dios así le place, nos alcance el morir en sábado, día
consagrado al culto de la Virgen, o un día de la novena en su honor, como lo
han obtenido tantos devotos suyos, y en especial san Estanislao de Kostka,
al que concedió el morir en el día de su asunción, como lo refiere el P.
Bartolí en su vida.
María recibe la bienvenida de ángeles y santos
Luego vienen a saludarle y darle la bienvenida como a su reina todos los
santos que estaban en el paraíso. Llegan las santas vírgenes: “Las doncellas
que la ven la felicitan” (Ct 6, 9). Nosotras, le dicen, beatísima señora,
somos reinas aquí; pero tú eres nuestra reina porque has sido la primera en
darnos el gran ejemplo de consagrar a Dios nuestra virginidad; todas
nosotras te bendecimos y agradecemos. Vienen a saludarla como a su reina los
mártires, porque con su constancia en los dolores de la pasión de su Hijo
les había enseñado y conseguido con sus méritos la fortaleza para dar la
vida por la fe. Llega el apóstol Santiago, que es el primero de los
apóstoles que ya se encuentra en el cielo, a agradecerle de parte de todos
los apóstoles la ayuda y fortaleza que les había otorgado en la tierra.
Vienen los profetas a saludarla, y le dicen jubilosos: Señora, tú eres la
anunciada en nuestros vaticinios. Llegan los santos patriarcas y la saludan
con estas palabras: María, tú has sido nuestra esperanza por la que
suspiramos durante tanto tiempo. Y con sumo afecto se acercan los primeros
padres, Adán y Eva, y así le hablan: Amada hija, tú has reparado el daño que
nosotros habíamos hecho a todos los humanos; tú has obtenido de nuevo para
el mundo aquella bendición que nosotros perdimos por nuestra culpa; por ti
nos hemos salvado: que seas bendita para siempre.
Viene a postrarse a sus plantas el santo Simeón y le recuerda con júbilo el
día en que recibió de sus manos al niño Jesús. Llegan Zacarías e Isabel,
quienes le agradecen de nuevo aquella visita que les hizo a su casa con
tanto amor y humildad y por la cual recibieron inmensos tesoros de gracias.
Y se presenta san Juan Bautista con el mayor afecto para agradecerle por
haberlo santificado en el seno de su madre con sólo pronunciar su saludo.
¿Y
qué decir cuando vienen a saludarla sus padres tan queridos, san Joaquín y
santa Ana? Con qué ternura le bendicen, diciendo: Amada hija, qué fortuna la
nuestra al haber tenido semejante hija. Ahora tú eres nuestra reina porque
eres la Madre de nuestro Dios; como a tal reina te saludamos y honramos.
Pero ¿quién puede comprender el afecto con que viene a saludarla su amado
esposo José? ¿Quién podrá explicar la alegría que experimenta el santo
patriarca al contemplar a su esposa santa en el cielo con semejante triunfo
y constituida reina de todo el paraíso? Con qué ternura le dice: Señora y
esposa mía, ¿cómo podré jamás agradecer como es debido a nuestro Dios por
hacerme el esposo de la que es la Madre de Dios? Gracias a ti merecí en la
tierra asistir al Verbo encarnado durante su infancia, haberlo tenido tantas
veces en mis brazos y recibido tantas gracias especiales. He aquí a nuestro
Jesús; consolémonos porque ahora ya no yace en un establo sobre la paja
como, lo vimos nacido en Belén; ya no vive pobre ni despreciado en el
taller, como vivió en tiempos con nosotros en Nazaret; ya no está clavado en
un patíbulo infame, donde murió por la salvación del mundo en Jerusalén;
sino que ahora está sentado a la diestra del Padre como rey y señor del
cielo y de la tierra. Y ahora nosotros, reina mía, no nos separaremos de sus
sagradas plantas, bendiciéndole y amándole para siempre.
Todos los ángeles se apresuraron a ir a saludarla, y ella, la excelsa reina,
a todos les agradece su asistencia en la tierra; da las gracias
especialmente al arcángel san Gabriel, que fue el afortunado embajador que
le trajo el anuncio más venturoso, pues vino a decirle que era la elegida
para Madre de Dios. Y la humilde y santa Virgen adora la divina Majestad y,
abismada en el conocimiento de su pequeñez, le agradece todas las gracias
que le había otorgado por sola bondad y especialmente la de haberle hecho
Madre del Verbo eterno. Comprenda quien sea capaz con qué amor la bendicen
las tres personas divinas. Comprendan la acogida que le hace el Padre eterno
a su hija, el Hijo a su madre, el Espíritu Santo a su esposa. El Padre la
corona haciéndola partícipe de su poder, el Hijo haciéndola compartir su
sabiduría y el Espíritu Santo haciéndola partícipe de su amor.
Y
las tres divinas personas al mismo tiempo, colocando su trono a la diestra
del de Jesús, la proclaman reina universal del cielo y de la tierra y
ordenan a los ángeles y a todas las criaturas que la reconozcan por su
soberana y la obedezcan.
Y
ahora pasemos a considerar cuán excelso fue el trono a que María fue
sublimada en la gloria.