CATÓLICOS EN ACCIÓN Fuente: Libro "El coraje de ser católico", del Padre Ángel Peña El mundo y la Iglesia necesitan católicos militantes, católicos orgullosos de su fe, que sientan la alegría y la obligación de compartirla con los demás. Se necesitan católicos convencidos que vivan lo que creen y sientan necesidad de dar testimonio de su fe. Si todos los católicos fueran militantes, el mundo sería distinto. Pero ¿qué has hecho tú hasta ahora por compartir tu fe? ¿Sientes el celo de Jesús por salvar a tus hermanos? ¿Acaso no te importa que haya muchos que por ignorancia, debilidad o cobardía, sigan el camino de su perdición terrena y eterna? Dios te ha regalado muchas cualidades para que las compartas. Ponte en acción, habla, aconseja, da testimonio, lucha por la verdad y la justicia… Haz algo, no te quedes con los brazos cruzados. Al menos, ora y ofrece tus sufrimientos por la conversión de los demás. Dios te necesita y espera mucho de ti. No le digas que no tienes cualidades o que no tienes tiempo. No pongas excusas, haz algo para iluminar el mundo y la vida de tus hermanos. Sé alegre, contagia tu optimismo. No te avergüences de ser lo que eres. Como diría Píndaro: Conviértete en lo que eres. Sé católico de verdad. Ora mucho, vete frecuentemente a visitar a Jesús Eucaristía para recibir fuerza, y ADELANTE. No te dejes vencer por el desánimo, aunque veas pocos frutos. Siempre ADELANTE, ayuda, conforta, aconseja, habla, enseña y comparte tu fe. ¿Recuerdas la mitología griega? En ella se habla del minotauro, un monstruo con cabeza de toro y cuerpo de hombre, fruto de los amores de Pasífae y un toro blanco, al que el rey Minos encerró en un laberinto donde todo el que penetraba quedaba atrapado sin poder encontrar la salida. Pero Teseo, héroe ateniense, logró matarlo y consiguió encontrar la salida, gracias al ovillo que Ariadna, hija de Minos y Pasífae, le había proporcionado. Pues bien, el hombre actual está metido en un laberinto de pasiones y de ideas confusas; no conoce el camino de la verdad y de la felicidad auténtica. Para salir de ese laberinto moderno, se necesita el ovillo de la oración que nos lleva a Dios. Sin la oración, el hombre se pierde entre los vericuetos de las opiniones del mundo moderno y se aleja de Dios y de la verdadera felicidad. Tú debes ser una persona de oración y enseñar a los demás a orar. La oración será para ellos el lazo de unión con Dios y la fuerza para superar las tentaciones y dificultades de la vida. En ocasiones, se necesita mucha fortaleza para
oponerse a las ideas y costumbres del mundo que nos rodea. Por eso,
se necesitan médicos católicos que defiendan la vida a capa y espada, y
sean excelentes en su labor. Necesitamos maestros católicos, que enseñen
siempre la verdad y no se dejen sobornar por la mentira. Necesitamos
historiadores y científicos católicos que descubran la verdad, filósofos
católicos, que ayuden a encontrar el sentido de la vida. Y también se
necesitan ingenieros, abogados y empresarios de conducta intachable e
insobornable. Se necesitan políticos católicos, que velen por el
bienestar de todos y no claudiquen ante la mentira, la corrupción o la
cultura de la muerte. Necesitamos artistas católicos que creen obras de
arte que perfumen nuestro mundo con la belleza sin tener acudir a
groserías ni denigrar los valores sagrados. Necesitamos literatos
católicos y comunicadores que proporcionen la verdad a través de los
medios de comunicación. En una palabra, se necesitan católicos que
trabajen por un mundo mejor, pero siguiendo los principios cristianos
del amor, la verdad, la solidaridad y la paz. Se necesitan sobre todo santos, que vivan la fe en plenitud y con su ejemplo nos ayuden a seguir su camino. Santos que sean intercesores nuestros ante Dios. Santos que nos den ejemplo de alegría y amor a Dios y a los demás. Estamos llamados a la santidad y a no quedar entre el barro de los vicios y placeres. Por eso, no podemos avergonzarnos de ir a misa y rezar el rosario. Más bien, debemos sentirnos felices por conocer y amar a Jesús Eucaristía y a María nuestra madre. Ser católico es un regalo y
un privilegio. Es tener la verdad que nos enseñó
Jesucristo. Es ser un peregrino en esta tierra, camino al
paraíso. Gustavo Thibon decía: Soy católico, porque tengo sed de un
Dios que no sea tinieblas; porque siento que la aventura humana no
termina en la desesperación. Porque tengo necesidad de luz en el
misterio y de misterio en la luz. El gran convertido y famoso
literato inglés Gilbert Chesterton (1874-1936) decía: Soy católico,
porque quiero ser feliz. La dificultad para explicar adecuadamente el
por qué soy católico, consiste en el hecho de que hay 10.000 razones que
se pueden resumir en que el catolicismo es verdadero[1].
Ahora que soy católico no podría imaginarme de otra manera. Estoy
orgulloso de verme atado por dogmas anticuados y esclavizados, por
credos profundos (como suelen repetir mis amigos periodistas con tanta
frecuencia), pues sé muy bien que son los credos heréticos los que han
muerto y que sólo el dogma razonable vive lo bastante para que se llame
anticuado[2].
Ahora que soy católico creo que la Iglesia católica puede salvar al
hombre ante la destructora y humillante esclavitud de ser hijo de su
tiempo… Los católicos, muy al contrario de todos los otros hombres,
tienen una experiencia de siglos. Una persona que se convierte al
catolicismo, llega a tener de repente 2.000 años. La Iglesia católica es
obra del Creador y sigue siendo capaz de vivir lo mismo en su vejez que
en su primera juventud. Y sus enemigos, en lo más profundo de sus
almas, han perdido ya la esperanza de verla morir algún día[3]. Otro gran católico, André Frossard (1915-1995),
miembro de la Academia francesa y un gran escritor, dice sobre su
conversión del ateísmo: Me parecían patéticos y un poco ridículos
aquellos últimos militantes anticlericales que todavía predicaban contra
la religión en las reuniones públicas, al igual que lo serían los
historiadores que se esforzaran por refutar la fábula de Caperucita
roja… El ateísmo perfecto no era el que negaba a Dios, sino aquel que
ni siquiera se planteaba el problema, como yo[4]. Yo he roto con el ambiente marxista de mi infancia, justamente a tiempo para oír a los religiosos hablarme de Karl Marx. Nuestros caminos discurrían en sentido inverso. Nos cruzamos cortésmente, pero vi con claridad que, en su interior, se sorprendían de que yo hubiera abandonado tan cómodamente un sistema completamente nuevo y con su material científico, por creencias de dos mil años de edad, que ellos se preparaban a poner en tela de juicio unas tras otras. No comprendían que el marxismo es una religión estrictamente, nada más, y que esta religión era ya más fuerte que lo que les quedaba de la suya... ¿Cambiaríamos la milagrosa dádiva divina de la Eucaristía, que contiene el objeto mismo de nuestra fe, la última de nuestras esperanzas y el principio de toda caridad, por la moneda falsa de las mentirosas ideologías que, como torres de humo, se elevan sobre las ruinas del pensamiento cristiano?[5]. Lo que voy a contarles no es la historia de un descubrimiento intelectual. Es el relato de una experiencia física. Yo no tenía ni penas de amor, ni inquietudes ni curiosidad. La religión era una vieja quimera, los cristianos, una especie retrasada en el camino de la evolución: la historia se había pronunciado por nosotros, la izquierda, y el problema de la existencia de Dios estaba resuelto por la negativa desde hacía por lo menos dos o tres siglos. En mi ambiente, la religión aparecía tan superada que uno ya no era ni siquiera anticlerical, salvo en los días de elecciones... Veo todavía a ese muchacho de veinte años que era yo entonces (año 1935). No he olvidado el estupor que sintió, cuando súbitamente se alzó ante él desde el fondo de esa modesta capilla, un mundo, otro mundo, de un esplendor imposible de soportar, de una densidad prodigiosa, cuya luz revelaba y encubría al mismo tiempo la presencia de Dios, de ese Dios respecto del cual él habría jurado, un momento antes, que jamás había existido salvo en la imaginación de los hombres. Y, al mismo tiempo, lo recubría una oleada fulgurante de dulzura y alegría entremezcladas de una potencia capaz de destrozar el corazón y cuyo recuerdo jamás perdió, ni siquiera en los peores momentos de una vida. Esa luz que no vi con los ojos del cuerpo, no era la que nos ilumina o la que nos broncea. Era una luz espiritual, es decir, una luz orientadora como la incandescencia de la verdad. Desde que la entreví, casi podría decir que para mí sólo existe Dios, y que lo demás no es más que hipótesis... Insisto. Fue aquella una experiencia objetiva, casi del orden de la física y no tengo nada más precioso para transmitirles que eso: más allá hay otra realidad, infinitamente más concreta que aquella a la que por lo general damos crédito y que es la última realidad[6]. Yo no he soñado. Por lo demás, si hubiera soñado, la vida se habría encargado de despertarme. No he imaginado nada... Fue una experiencia objetiva. Quiero decir que la alegría... me cayó encima como una onda luminosa de potencia irresistible y dulce, cuya irrupción me cogió de repente. Fue como la ola que puede sorprender al bañista en la playa sin que éste la haya visto formarse; además, debo añadir que ignoraba encontrarme al borde de ese océano[7]. Hay otro mundo. Su tiempo no es nuestro tiempo; su espacio no es nuestro espacio, pero existe. No se le puede situar ni fijar su residencia en ningún lugar de nuestro universo sensible: sus leyes no son nuestras leyes, pero existe. Ese mundo existe. Es más bello que lo que llamamos belleza, más luminoso que lo que llamamos luz... Hacia ese mundo, donde tiene lugar la resurrección de los cuerpos, todos nos dirigimos[8]. Sí, hay otro mundo. Y no hablo de él por hipótesis, por razonamientos o de oídas. Hablo por experiencia[9]. [1]
Chesterton, Perché sono cattolico, Ed. Gribaudi, Milano, 2002,
p. 9. [2] Ayllón José Ramón, Dios y los náufragos, Ed. Belacqua, Barcelona, 2004, p. 81. [3]
www.interrogantes.net [4] Forssard André, Dios existe, yo me lo encontré, Ed. Rialp, Madrid, 2001, p. 26. [5] Frossard André, ¿Hay otro mundo?, Ed. Rialp, Madrid, 1981, pp. 79-81 [6] Frossard André, Dios en preguntas, Ed. Atlantida, Buenos aires, 1998, pp. 24-25. [7] Frossard André, ¿Hay otro mundo?, o.c., p. 48. [8] Ib. pp. 152-153. [9] Ib. p. 11. |