Extracto del Libro Amar
a la Iglesia
Por
San Josemaría Escrivá de Balaguer
CAPÍTULO
1: EL
FIN SOBRENATURAL DE LA IGLESIA Hace
falta que meditemos con frecuencia, para que no se vaya de la cabeza, que la
Iglesia es un misterio grande, profundo. No puede ser nunca abarcado en esta
tierra. Si la razón intentara explicarlo por sí sola, vería únicamente la
reunión de gentes que cumplen ciertos preceptos, que piensan de forma parecida.
Pero eso no sería la Santa Iglesia.
En la Santa Iglesia los católicos encontramos nuestra fe, nuestras normas de
conducta, nuestra oración, el sentido de la fraternidad, la comunión con todos
los hermanos que ya desaparecieron y que se purifican en el Purgatorio -Iglesia
purgante-, o con los gozan ya -Iglesia triunfante- de la visión beatífica,
amando eternamente al Dios tres veces Santo. Es la Iglesia que permanece aquí
y, al mismo tiempo, transciende la historia. La Iglesia, que nació bajo el
manto de Santa María, y continúa -en la tierra y en el cielo- alabándola como
Madre.
Afirmémonos en el carácter sobrenatural de la Iglesia; confesémosle a gritos,
si es preciso, porque en estos momentos son muchos los que -dentro físicamente
de la Iglesia, y aun arriba- se han olvidado de estas verdades capitales y
pretenden proponer un imagen de la Iglesia que no es Santa, que no es Una, que
no puede ser Apostólica porque no se apoya en la roca de Pedro, que no es
Católica porque está surcada de particularismos ilegítimos, de caprichos de
hombres.
No es algo nuevo. Desde que Jesucristo Nuestro Señor fundó la Santa Iglesia,
esta Madre nuestra ha sufrido una persecución constante. Quizá en otras
épocas las agresiones se organizaban abiertamente; ahora, en muchos casos, se
trata de una persecución solapada. Hoy como ayer, se sigue combatiendo a la
Iglesia.
Os repetiré una vez más que, ni por temperamento ni por hábito, soy
pesimista. ¿Cómo se puede ser pesimista, si Nuestro Señor ha prometido que
estará con nosotros hasta el fin de los siglos? (cfr.
Mt XXVIII, 20). La efusión del Espíritu Santo plasmó, en la reunión
de los discípulos en el Cenáculo, la primera manifestación pública de la
Iglesia (Ecclesia, quae iam concepta, ex latere ipso secundi Adami velut in
cruce dormientis orta erat, sese in lucem hominum insigni modo primitus dedit
die celeberrima Pentecostes. Ipsaque die beneficia sua Spiritus Sanctus in
mystico Christi Corpore prodere coepit León XIII, encíclica Divinum illud
munus ASS 29, p. 648).
Nuestro Padre Dios -ese Padre amoroso, que nos cuida como a la niña de sus ojos
(Deut XXXII, 10), según recoge la Escritura con expresión gráfica para que lo
entendamos- no cesa de santificar, por el Espíritu Santo, a la Iglesia fundada
por su Hijo amadísimo. Pero la Iglesia vive actualmente días difíciles: son
años de gran desconcierto para las almas. El clamor de la confusión se levanta
por todas partes, y con estruendo renacen todos los errores que ha habido a lo
largo de los siglos. |
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