Homilía pronunciada por San Josemaría Escriva en la fiesta de la Sagrada Familia Estamos en Navidad. Los diversos hechos y circunstancias que
rodearon el nacimiento del Hijo de Dios acuden a nuestro recuerdo, y la
mirada se detiene en la gruta de Belén, en el hogar de Nazareth. María,
José, Jesús Niño, ocupan de un modo muy especial el centro de nuestro
corazón.
¿Qué nos dice, qué nos enseña la vida a la vez sencilla y admirable
de esa Sagrada Familia? Entre las muchas consideraciones que podríamos
hacer, una sobre todo quiero comentar ahora. El nacimiento de Jesús
significa, como refiere la Escritura, la inauguración de la plenitud de
los tiempos, el momento escogido por Dios para manifestar por entero su
amor a los hombres, entregándonos a su propio Hijo.
Esa voluntad divina se cumple en medio de las circunstancias más
normales y ordinarias: una mujer que da a luz, una familia, una casa. La
Omnipotencia divina, el esplendor de Dios, pasan a través de lo humano,
se unen a lo humano. Desde entonces los cristianos sabemos que, con la
gracia del Señor, podemos y debemos santificar todas las realidades
limpias de nuestra vida. No hay situación terrena, por pequeña y
corriente que parezca, que no pueda ser ocasión de un encuentro con
Cristo y etapa de nuestro caminar hacia el Reino de los cielos.??No es
por eso extraño que la Iglesia se alegre, que se recree, contemplando la
morada modesta de Jesús, María y José. Es grato —se reza en el Himno de
maitines de esta fiesta— recordar la pequeña casa de Nazareth y la
existencia sencilla que allí se lleva, celebrar con cantos la ingenuidad
humilde que rodea a Jesús, su vida escondida. Allí fue donde, siendo
niño, aprendió el oficio de José; allí donde creció en edad y donde
compartió el trabajo de artesano. Junto a El se sentaba su dulce Madre;
junto a José vivía su esposa amadísima, feliz de poder ayudarle y de
ofrecerle sus cuidados.
Al pensar en los hogares cristianos, me gusta imaginarlos luminosos
y alegres, como fue el de la Sagrada Familia. El mensaje de la Navidad
resuena con toda fuerza: . Gloria a Dios en lo más alto de los cielos, y
paz en la tierra a los hombres de buena voluntad. Que la paz de Cristo
triunfe en vuestros corazones., escribe el apóstol. La paz de sabernos
amados por nuestro Padre Dios, incorporados a Cristo, protegidos por la
Virgen Santa María, amparados por San José. Esa es la gran luz que
ilumina nuestras vidas y que, entre las dificultades y miserias
personales, nos impulsa a proseguir adelante animosos. Cada hogar
cristiano debería ser un remanso de serenidad, en el que, por encima de
las pequeñas contradicciones diarias, se percibiera un cariño hondo y
sincero, una tranquilidad profunda, fruto de una fe real y vivida.
El matrimonio no es, para un cristiano, una simple institución
social, ni mucho menos un remedio para las debilidades humanas: es una
auténtica vocación sobrenatural. Sacramento grande en Cristo y en la
Iglesia, dice San Pablo, y, a la vez e inseparablemente, contrato que un
hombre y una mujer hacen para siempre, porque —queramos o no— el
matrimonio instituido por Jesucristo es indisoluble: signo sagrado que
santifica, acción de Jesús, que invade el alma de los que se casan y les
invita a seguirle, transformando toda la vida matrimonial en un andar
divino en la tierra.
Los casados están llamados a santificar su matrimonio y a
santificarse en esa unión; cometerían por eso un grave error, si
edificaran su conducta espiritual a espaldas y al margen de su hogar. La
vida familiar, las relaciones conyugales, el cuidado y la educación de
los hijos, el esfuerzo por sacar económicamente adelante a la familia y
por asegurarla y mejorarla, el trato con las otras personas que
constituyen la comunidad social, todo eso son situaciones humanas y
corrientes que los esposos cristianos deben sobrenaturalizar. La fe y la
esperanza se han de manifestar en el sosiego con que se enfocan los
problemas, pequeños o grandes, que en todos los hogares ocurren, en la
ilusión con que se persevera en el cumplimiento del propio deber. Nos ha dado el Creador la inteligencia, que es como un chispazo del
entendimiento divino, que nos permite —con la libre voluntad, otro don
de Dios— conocer y amar; y ha puesto en nuestro cuerpo la posibilidad de
engendrar, que es como una participación de su poder creador. Dios ha
querido servirse del amor conyugal, para traer nuevas criaturas al mundo
y aumentar el cuerpo de su Iglesia. El sexo no es una realidad
vergonzosa, sino una dádiva divina que se ordena limpiamente a la vida,
al amor, a la fecundidad.
Ese es el contexto, el trasfondo, en el que se sitúa la doctrina
cristiana sobre la sexualidad. Nuestra fe no desconoce nada de lo bello,
de lo generoso, de lo genuinamente humano, que hay aquí abajo. Nos
enseña que la regla de nuestro vivir no debe ser la búsqueda egoísta del
placer, porque sólo la renuncia y el sacrificio llevan al verdadero
amor: Dios nos ha amado y nos invita a amarle y a amar a los demás con
la verdad y con la autenticidad con que El nos ama. Quien conserva su
vida, la perderá; y quien perdiere su vida por amor mío, la volverá a
hallar, ha escrito San Mateo en su Evangelio, con frase que parece
paradójica.
Las personas que están pendientes de sí mismas, que actúan buscando
ante todo la propia satisfacción, ponen en juego su salvación eterna, y
ya ahora son inevitablemente infelices y desgraciadas. Sólo quien se
olvida de sí, y se entrega a Dios y a los demás —también en el
matrimonio—, puede ser dichoso en la tierra, con una felicidad que es
preparación y anticipo del cielo.
Durante nuestro caminar terreno, el dolor es la piedra de toque del
amor. En el estado matrimonial, considerando las cosas de una manera
descriptiva, podríamos afirmar que hay anverso y reverso. De una parte,
la alegría de saberse queridos, la ilusión por edificar y sacar adelante
un hogar, el amor conyugal, el consuelo de ver crecer a los hijos. De
otra, dolores y contrariedades, el transcurso del tiempo que consume los
cuerpos y amenaza con agriar los caracteres, la aparente monotonía de
los días aparentemente siempre iguales.
Tendría un pobre concepto del matrimonio y del cariño humano quien
pensara que, al tropezar con esas dificultades, el amor y el contento se
acaban. Precisamente entonces, cuando los sentimientos que animaban a
aquellas criaturas revelan su verdadera naturaleza, la donación y la
ternura se arraigan y se manifiestan como un afecto auténtico y hondo,
más poderoso que la muerte.
La castidad —no simple continencia, sino afirmación decidida de una
voluntad enamorada— es una virtud que mantiene la juventud del amor en
cualquier estado de vida. Existe una castidad de los que sienten que se
despierta en ellos el desarrollo de la pubertad, una castidad de los que
se preparan para casarse, una castidad de los que Dios llama al
celibato, una castidad de los que han sido escogidos por Dios para vivir
en el matrimonio.
¿Cómo no recordar aquí las palabras fuertes y claras que nos
conserva la Vulgata, con la recomendación que el Arcángel Rafael hizo a
Tobías antes de que se desposase con Sara? El ángel le amonestó así:
Escúchame y te mostraré quiénes son aquellos contra los que puede
prevalecer el demonio. Son los que abrazan el matrimonio de tal modo que
excluyen a Dios de sí y de su mente, y se dejan arrastrar por la pasión
como el caballo y el mulo, que carecen de entendimiento. Sobre éstos
tiene potestad el diablo.
No hay amor humano neto, franco y alegre en el matrimonio si no se
vive esa virtud de la castidad, que respeta el misterio de la sexualidad
y lo ordena a la fecundidad y a la entrega. Nunca he hablado de
impureza, y he evitado siempre descender a casuísticas morbosas y sin
sentido; pero de castidad y de pureza, de la afirmación gozosa del amor,
sí que he hablado muchísimas veces, y debo hablar.
Con respecto a la castidad conyugal, aseguro a los esposos que no
han de tener miedo a expresar el cariño: al contrario, porque esa
inclinación es la base de su vida familiar. Lo que les pide el Señor es
que se respeten mutuamente y que sean mutuamente leales, que obren con
delicadeza, con naturalidad, con modestia. Les diré también que las
relaciones conyugales son dignas cuando son prueba de verdadero amor y,
por tanto, están abiertas a la fecundidad, a los hijos.
Cegar las fuentes de la vida es un crimen contra los dones que Dios
ha concedido a la humanidad, y una manifestación de que es el egoísmo y
no el amor lo que inspira la conducta. Entonces todo se enturbia,
porque los cónyuges llegan a contemplarse como cómplices: y se producen
disensiones que, continuando en esa línea, son casi siempre insanables.
Cuando la castidad conyugal está presente en el amor, la vida
matrimonial es expresión de una conducta auténtica, marido y mujer se
comprenden y se sienten unidos; cuando el bien divino de la sexualidad
se pervierte, la intimidad se destroza, y el marido y la mujer no pueden
ya mirarse noblemente a la cara.
Los esposos deben edificar su convivencia sobre un cariño sincero y
limpio, y sobre la alegría de haber traído al mundo los hijos que Dios
les haya dado la posibilidad de tener, sabiendo, si hace falta,
renunciar a comodidades personales y poniendo fe en la providencia
divina: formar una familia numerosa, si tal fuera la voluntad de Dios,
es una garantía de felicidad y de eficacia, aunque afirmen otra cosa los
fautores equivocados de un triste hedonismo.
No olvidéis que entre los esposos, en ocasiones, no es posible
evitar las peleas. No riñáis delante de los hijos jamás: les haréis
sufrir y se pondrán de una parte, contribuyendo quizá a aumentar
inconscientemente vuestra desunión. Pero reñir, siempre que no sea muy
frecuente, es también una manifestación de amor, casi una necesidad. La
ocasión, no el motivo, suele ser el cansancio del marido, agotado por el
trabajo de su profesión; la fatiga —ojalá no sea el aburrimiento— de la
esposa, que ha debido luchar con los niños, con el servicio o con su
mismo carácter, a veces poco recio; aunque sois las mujeres más recias
que los hombres, si os lo proponéis.
Evitad la soberbia, que es el mayor enemigo de vuestro trato
conyugal: en vuestras pequeñas reyertas, ninguno de los dos tiene razón.
El que está más sereno ha de decir una palabra, que contenga el mal
humor hasta más tarde. Y más tarde —a solas— reñid, que ya haréis en
seguida las paces. Pensad vosotras en que quizá os abandonáis un poco en
el cuidado personal, recordad con el proverbio que la mujer compuesta
saca al hombre de otra puerta: es siempre actual el deber de aparecer
amables como cuando erais novias, deber de justicia, porque pertenecéis a
vuestro marido: y él no ha de olvidar lo mismo, que es vuestro y que
conserva la obligación de ser durante toda la vida afectuoso como un
novio. Mal signo, si sonreís con ironía, al leer este párrafo: sería
muestra evidente de que el afecto familiar se ha convertido en heladora
indiferencia.
Ciertamente hay matrimonios a los que el Señor no concede hijos: es
señal entonces de que les pide que se sigan queriendo con igual cariño,
y que dediquen sus energías —si pueden— a servicios y tareas en
beneficio de otras almas. Pero lo normal es que un matrimonio tenga
descendencia. Para estos esposos, la primera preocupación han de ser sus
propios hijos. La paternidad y la maternidad no terminan con el
nacimiento: esa participación en el poder de Dios, que es la facultad de
engendrar, ha de prolongarse en la cooperación con el Espíritu Santo
para que culmine formando auténticos hombres cristianos y auténticas
mujeres cristianas.
Los padres son los principales educadores de sus hijos, tanto en lo
humano como en lo sobrenatural, y han de sentir la responsabilidad de
esa misión, que exige de ellos comprensión, prudencia, saber enseñar y,
sobre todo, saber querer; y poner empeño en dar buen ejemplo. No es
camino acertado, para la educación, la imposición autoritaria y
violenta.
El ideal de los padres se concreta más bien en llegar a ser amigos
de sus hijos: amigos a los que se confían las inquietudes, con quienes
se consultan los problemas, de los que se espera una ayuda eficaz y
amable. Es necesario que los padres encuentren tiempo para estar con sus
hijos y hablar con ellos. Los hijos son lo más importante: más
importante que los negocios, que el trabajo, que el descanso. En esas
conversaciones conviene escucharles con atención, esforzarse por
comprenderlos, saber reconocer la parte de verdad —o la verdad entera—
que pueda haber en algunas de sus rebeldías. Y, al mismo tiempo,
ayudarles a encauzar rectamente sus afanes e ilusiones, enseñarles a
considerar las cosas y a razonar; no imponerles una conducta, sino
mostrarles los motivos, sobrenaturales y humanos, que la aconsejan. En
una palabra, respetar su libertad, ya que no hay verdadera educación sin
responsabilidad personal, ni responsabilidad sin libertad.?Los padres
educan fundamentalmente con su conducta. Lo que los hijos y las hijas
buscan en su padre o en su madre no son sólo unos conocimientos más
amplios que los suyos o unos consejos más o menos acertados, sino algo
de mayor categoría: un testimonio del valor y del sentido de la vida
encarnado en una existencia concreta, confirmado en las diversas
circunstancias y situaciones que se suceden a lo largo de los años.
Si tuviera que dar un consejo a los padres, les daría sobre todo
éste: que vuestros hijos vean —lo ven todo desde niños, y lo juzgan: no
os hagáis ilusiones— que procuráis vivir de acuerdo con vuestra fe, que
Dios no está sólo en vuestros labios, que está en vuestras obras; que os
esforzáis por ser sinceros y leales, que os queréis y que los queréis
de veras.??Es así como mejor contribuiréis a hacer de ellos cristianos
verdaderos, hombres y mujeres íntegros capaces de afrontar con espíritu
abierto las situaciones que la vida les depare, de servir a sus
conciudadanos y de contribuir a la solución de los grandes problemas de
la humanidad, de llevar el testimonio de Cristo donde se encuentren más
tarde, en la sociedad.
Escuchad a vuestros hijos, dedicadles también el tiempo vuestro,
mostradles confianza; creedles cuando os digan, aunque alguna vez os
engañen; no os asustéis de sus rebeldías, puesto que también vosotros a
su edad fuisteis más o menos rebeldes; salid a su encuentro, a mitad de
camino, y rezad por ellos, que acudirán a sus padres con sencillez —es
seguro, si obráis cristianamente así—, en lugar de acudir con sus
legítimas curiosidades a un amigote desvergonzado o brutal.
Vuestra confianza, vuestra relación amigable con los hijos,
recibirá como respuesta la sinceridad de ellos con vosotros: y esto,
aunque no falten contiendas e incomprensiones de poca monta, es la paz
familiar, la vida cristiana. ¿Cómo describiré —se pregunta un escritor
de los primeros siglos— la felicidad de ese matrimonio que la Iglesia
une, que la entrega confirma, que la bendición sella, que los ángeles
proclaman, y al que Dios Padre tiene por celebrado?... Ambos esposos son
como hermanos, siervos el uno del otro, sin que se dé entre ellos
separación alguna, ni en la carne ni en el espíritu. Porque
verdaderamente son dos en una sola carne, y donde hay una sola carne
debe haber un solo espíritu... Al contemplar esos hogares, Cristo se
alegra, y les envía su paz; donde están dos, allí está también El, y
donde El está no puede haber nada malo.
Hemos procurado resumir y comentar algunos de los rasgos de esos
hogares, en los que se refleja la luz de Cristo, y que son, por eso,
luminosos y alegres —repito—, en los que la armonía que reina entre los
padres se trasmite a los hijos, a la familia entera y a los ambientes
todos que la acompañan. Así, en cada familia auténticamente cristiana se
reproduce de algún modo el misterio de la Iglesia, escogida por Dios y
enviada como guía del mundo.
Es muy importante que el sentido vocacional del matrimonio no falte
nunca tanto en la catequesis y en la predicación, como en la conciencia
de aquellos a quienes Dios quiera en ese camino, ya que están real y
verdaderamente llamados a incorporarse en los designios divinos para la
salvación de todos los hombres.
Por eso, quizá no puede proponerse a los esposos cristianos mejor
modelo que el de las familias de los tiempos apostólicos: el centurión
Cornelio, que fue dócil a la voluntad de Dios y en cuya casa se consumó
la apertura de la Iglesia a los gentiles; Aquila y Priscila, que
difundieron el cristianismo en Corinto y en Efeso y que colaboraron en
el apostolado de San Pablo; Tabita, que con su caridad asistió a los
necesitados de Joppe. Y tantos otros hogares de judíos y de gentiles, de
griegos y de romanos, en los que prendió la predicación de los primeros
discípulos del Señor. Familias que vivieron de Cristo y que dieron a
conocer a Cristo. Pequeñas comunidades cristianas, que fueron como
centros de irradiación del mensaje evangélico. Hogares iguales a los
otros hogares de aquellos tiempos, pero animados de un espíritu nuevo,
que contagiaba a quienes los conocían y los trataban. Eso fueron los
primeros cristianos, y eso hemos de ser los cristianos de hoy:
sembradores de paz y de alegría, de la paz y de la alegría que Jesús nos
ha traído.
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