San Alfonso María de Ligorio
El gran amor que nos tiene
nuestra madre
1. María, madre de amor
Si María es
nuestra madre, bien está que consideremos cuánto nos ama.
El amor hacia
los hijos es un amor necesario; por eso –como reflexiona santo Tomás- Dios ha
puesto en la divina ley, a los hijos, el precepto de amar a los padres; mas,
por el contrario, no hay precepto expreso de que los padres amen a sus hijos,
porque el amor hacia ellos está impreso en la naturaleza con tal fuerza que las
mismas fieras, como dice san Ambrosio, no pueden dejar de amar a sus crías. Y
así, cuentan los naturalistas, que los tigres, al oír los gritos de sus
cachorros, presos por los cazadores, hasta se arrojan al agua en persecución de
los barcos que los llevan cautivos. Pues si hasta los tigres, parece decirnos
nuestra amadísima madre María, no pueden olvidarse de sus cachorros, ¿cómo
podré olvidarme de amaros, hijos míos? “¿Acaso puede olvidarse la mujer de su
niño sin compadecerse del hijo de sus entrañas? Pues aunque ella se olvidara,
yo nunca me olvidaré de ti” (Is 49, 15). Si por un imposible una madre se
olvidara de su hijo, es imposible, nos dice María, que yo pueda olvidarme de un
hijo mío.
María es
nuestra madre, no ya según la carne, como queda dicho, sino por el amor. “Yo
soy la madre del amor hermoso” (Pr 24, 24). El amor que nos tiene es el que la
ha hecho madre nuestra, y por eso se gloría, dice un autor, en ser madre de
amor, porque habiéndonos tomado a todos por hijos es todo amor para con
nosotros.
¿Quién podrá
explicar el amor que nos tiene a nosotros miserables pecadores? Dice Arnoldo de
Chartes que ella, al morir Jesucristo, deseaba con inmenso ardor morir junto al
hijo por nuestro amor. Y así, cuando el Hijo –dice san Ambrosio- colgaba
moribundo en la cruz, María hubiera querido ofrecerse a los verdugos para dar
la vida por nosotros.
Pero
consideremos los motivos de este amor para que entendamos cuánto nos ama esta
buena madre.
2. María, porque ama a Dios, ama a los hombres
La primera
razón del amor tan grande que María tiene a los hombres es el gran amor que
ella le tiene a Dios. El amor a Dios y al prójimo, como escribe san Juan, se
incluyen en el mismo precepto. “Tenemos este mandamiento del Señor, que quien
ama a Dios, ame también a su hermano” (1 Jn 4, 21). De modo que, cuando crece
el uno, crece el otro también. Por eso vemos que los santos, que tanto amaban a
Dios, han hecho tanto por el amor de sus prójimos. Han llegado a exponer la
libertad y hasta la vida por su salvación. Léase lo que hizo san Francisco
Javier en la India, donde para ayudar a las almas de aquellas gentes escalaba
las montañas, exponiéndose a mil peligros para encontrar a los paganos en sus
chozas y atraerlos a Dios. Un san Francisco de Sales que para convertir a los
herejes de la región de Chablais se aventuró durante un año a pasar todos los
días un torrente impetuoso, andando sobre un madero, a veces helado, para
llegar a la otra ribera y poder predicar a los obstinados herejes. Un san
Paulino que se entregó como esclavo para librar al hijo de una pobre viuda. Un
san Fidel que por atraer a la fe a unos herejes, predicando perdió la vida. Los
santos, porque así amaban a Dios, se lanzaron a hacer cosas tan heroicas por
sus prójimos.
Pero ¿quién ha
amado a Dios más que María? Ella lo amó desde el primer instante de su
existencia más de lo que lo han amado todos los ángeles y santos juntos en el
curso de su existencia, como luego veremos considerando las virtudes de María.
Reveló la Virgen a sor María del Crucificado que era tal el fuego de amor que
ardía en su corazón hacia Dios, que podría abrasar en un instante todo el
universo si lo pudieran sentir. Que en su comparación eran como suave brisa los
ardores de los serafines. Por tanto, como no hay entre los espíritus
bienaventurados quien ame a Dios más que María, así no puede haber, después de
Dios, quien nos ame más que esta amorosísima Madre. Y si se pudiera unir el
amor que todas las madres tienen a sus hijos, todos los esposos a sus esposas y
todos los ángeles y santos a sus devotos, no alcanzaría el amor que María tiene
a una sola alma. Dice el P. Nierembergh que el amor que todas las madres tienen
por sus hijos es pura sombra en comparación con el amor que María tiene por
cada uno de nosotros. Más nos ama ella sola –añade- que lo que nos aman todos
los ángeles y santos.
3. María recibió de Jesús el encargo de amarnos
Además, nuestra
Madre nos ama tanto porque Jesús nos ha recomendado a ella como hijos cuando le
dijo antes de expirar: “Mujer, he ahí a tu hijo”, entregándole en la persona de
Juan a todos los hombres, como ya lo hemos considerado. Estas fueron las
últimas palabras que le dijo su Hijo. Los últimos encargos de la persona amada
en la hora de la muerte son los que más se estiman, y no se pueden borrar de la
memoria.
4. María nos ama por ser fruto de su dolor
También somos
hijos muy queridos de María porque le hemos costado excesivos dolores. Las
madres aman más a los hijos por los que más cuidados y sufrimientos ha tenido
para conservarles la vida. Nosotros somos esos hijos por los cuales María, para
obtenernos la vida de la gracia, ha tenido que sufrir el martirio de ofrecer la
vida de su amado Jesús, aceptando, por nuestro amor, el verlo morir a fuerza de
tormentos. Por esta sublime inmolación de María, nosotros hemos nacido a la
vida de la gracia de Dios. Por eso somos los hijos muy queridos de su corazón,
porque le hemos costado excesivos dolores. Así como del amor del eterno Padre
hacia los hombres, al entregar a la muerte por nosotros a su mismo Hijo, está
escrito: “Tanto amó Dios al mundo, que le entregó a su propio Hijo” (Jn 3, 16),
así ahora –dice san Buenaventura- se puede decir de María. “Así nos amó María,
que nos entregó a su propio Hijo”.
¿Cuándo nos lo
dio? Nos lo dio, dice el P. Nierembergh, cuando le otorgó licencia para ir a la
muerte. Nos lo dio cuando, abandonado por todos, por odio o por temor, podía
ella sola defender muy bien ante los jueces la vida de su Hijo. Bien se puede
pensar que las palabras de una madre tan sabia y tan amante de su hijo hubieran
podido impresionar grandemente, al menos a Pilato, disuadiéndole de condenar a
muerte a un hombre que conocía, y declaró que era inocente.
Pero no; María
no quiso decir una palabra a favor de su Hijo para no impedir la muerte, de la
que dependía nuestra salvación. Nos lo dio mil y mil veces al pie de la cruz
durante aquellas tres horas en que asistió a la muerte de su Hijo, ya que
entonces, a cada instante, no hacía otra cosa que ofrecer el sacrificio de la
vida de su Hijo con sumo dolor y sumo amor hacia nosotros, y con tanta
constancia que, al decir de san Anselmo y san Antonino, que si hubieran faltado
verdugos ella misma hubiera obedecido a la voluntad del Padre (si se lo exigía)
para ofrecerlo al sacrificio exigido para nuestra salvación. Si Abrahán tuvo la
fuerza de Dios para sacrificar a su hijo (cuando Él se lo ordenó), podemos
pensar que, con mayor entereza, ciertamente, lo hubiera ofrecido al sacrificio
María, siendo más santa y obediente que Abrahán.
Pero volviendo
a nuestro tema, ¡qué agradecidos debemos vivir para con María por tanto amor!
¡Cuán reconocidos por el sacrificio de la vida de su Hijo que ella ofreció con
tanto dolor suyo para conseguir a todos la salvación! ¡Qué espléndidamente
recompensó el Señor a Abrahán el sacrificio que estuvo dispuesto a hacer de su
hijo Isaac! Y nosotros, ¿cómo podemos agradecer a María por la vida que nos ha
dado de su Jesús, hijo infinitamente más noble y más amado que el hijo de
Abrahán? Este amor de María –al decir de san Buenaventura- nos obliga a
quererla muchísimo, viendo que ella nos ha amado más que nadie al darnos a su
Hijo único al que amaba más que a sí misma.
5. María nos ama por ser fruto de la muerte de
Jesús
De aquí brota
otro motivo por el que somos tan amados por María, y es porque sabe que
nosotros somos el precio de la muerte de su Jesús. Si una madre viera a uno de
sus siervos rescatado por su hijo querido, ¡cuánto amaría a este siervo por
este motivo! Bien sabe María que su Hijo ha venido a la tierra para salvarnos a
los miserables, como él mismo lo declaró: “He venido a salvar lo que estaba
perdido” (Lc 19, 10). Y por salvarnos aceptó entregar hasta la vida: “Hecho
obediente hasta la muerte” (Flp 2, 8). Por consiguiente, si María nos amase
fríamente, demostraría estimar poco la sangre de su Hijo, que es el precio de
nuestra salvación. Se le reveló a la monja santa Isabel que María, que estaba
en el templo, no hacía más que rezar por nosotros, rogando al Padre que mandara
cuanto antes a su Hijo para salvar al mundo. ¡Con cuánta ternura nos amará
después que ha visto que somos tan amados de su Hijo que no se ha desdeñado de
comprarnos con tanto sacrificio de su parte!
Y porque todos
los hombres han sido redimidos por Jesús, por eso María los ama a todos y los
colma de favores. San Juan la vio vestida de sol: “Apareció en el cielo una
gran señal, una mujer vestida de sol” (Ap 12, 1). Se dice que estaba vestida de
sol porque, así como en la tierra nadie se ve privado del calor del sol, “no
hay quien se esconda de su calor” (Sal 28, 7), así no hay quien se vea privado
del calor del amor de María, es decir, de su abrasado amor.
¿Y quién podrá
comprender jamás –dice san Antonino- los cuidados que esta madre tan amante se
toma por nosotros? ¡Cuántos cuidados los de esta Virgen madre por nosotros! ¡A
todos ofrece y brinda su misericordia! Para todos abre los senos de su
misericordia, dice el mismo santo. Es que nuestra madre ha deseado la salvación
de todos y ha cooperado en esta salvación. Es indiscutible –dice san Bernardo-
que ella vive solícita por todo el género humano.
Por eso es
utilísima la práctica de algunos devotos de María que, como refiere Cornelio a
Lápide, suelen pedir al Señor les conceda las gracias que para ellos pide la
santísima Virgen, diciendo: “Dame, Señor, lo que para mí pide la Virgen María”.
Y con razón, dice el mismo autor, pues nuestra Madre nos desea bienes
inmensamente mayores de los que nosotros mismos podemos desear. El devoto Bernardino
de Bustos dice que más desea María hacernos bien y dispensarnos las gracias, de
lo que nosotros deseamos recibirlas. Por eso san Alberto Magno aplica a María
las palabras de la Sabiduría: “Se anticipa a los que la codician poniéndose
delante ella misma” (Sb 6, 14). María sale al encuentro de los que a ella
recurren para hacerse encontradiza antes de que la busquen. Es tanto el amor
que nos tiene esta buena Madre –dice Ricardo de San Víctor-, que en cuanto ve
nuestras necesidades acude al punto a socorrernos antes de que le pidamos su
ayuda.
6. María socorre en especial a quienes la aman
Ahora bien, si
María es tan buena con todos, aun con los ingratos y negligentes que la aman
poco y poco recurren a ella, ¿cómo será ella de amorosa con los que la aman y
la invocan con frecuencia? “Se deja ver fácilmente de los que la aman, y hallar
de los que la buscan” (Sb 6, 13). Exclama san Alberto Magno: “¡Qué fácil para
los que aman a María encontrarla toda llena de piedad y de amor!” “Yo amo a los
que me aman” (Pr 8, 17). Ella declara que no puede dejar de amar a los que la
aman. Estos felices amantes de María –afirma el Idiota- no sólo son amados por
María, sino hasta servidos por ella. “Habiendo encontrado a María se ha
encontrado todo bien; porque ella ama a los que la aman y, aún más, sirve a los
que la sirven”.
Estaba muy
grave fray Leonardo, dominico (como se narra en las Crónicas de la Orden), el cual más de doscientas veces al día se
encomendaba a esta Madre de misericordia. De pronto vio junto a sí a una
hermosísima reina que le dijo: “Leonardo, ¿quieres morir y venir a estar con mi
Hijo y conmigo?” “¿Y quién eres, señora?”, le preguntó el religioso. “Yo soy
–le dijo la Virgen- la Madre de la Misericordia; tú me has invocado tatas veces
y ya ves que ahora vengo a buscarte. ¡Vámonos al paraíso!” Y ese mismo día
murió Leonardo, siguiéndola, como confiamos, al reino bienaventurado.
María, ¡dichoso
mil veces quien te ama! “Si yo amo a María –decía san Juan Berchmans, estoy
seguro de perseverar y conseguiré de Dios lo que desee”. Por eso el
bienaventurado joven no se saciaba de renovarle su consagración y de repetir
dentro de sí: “¡Quiero amar a María! ¡Quiero amar a María!”
7. María aventaja en amor aun a los santos que
fueron modelo de amor a ella
¡Y cómo
aventaja esta buena madre en el amor a todos sus hijos! Ámenla cuanto puedan
–dice san Ignacio mártir-, que siempre María les amará más a los que la aman.
Ámenla como un san Estanislao Kostka, que amaba tan tiernamente a ésta su
querida madre, que hablando de ella hacía sentir deseos de amarla a cuantos le
oían. Él se había inventado nuevas palabras y títulos para celebrarla. No comenzaba
acción alguna sin que, volviéndose a alguna de sus imágenes, le pidiera su
bendición. Cuando él recitaba el Oficio, el rosario u otras oraciones, las
decía con tal afecto y tales expresiones como si hablara cara a cara con María.
Cuando oía cantar la Salve se le
inflamaba el alma y el rostro. Preguntándole un padre de la Compañía, una vez
en que iban a visitar una imagen de la Virgen santísima, cuánto la amaba, le
respondió: “Padre ¿qué más puedo decirle? ¡Si ella es mi madre!” Y el padre
dijo después que el santo joven profirió esas palabras con tal ternura de voz,
de semblante y de corazón, que ya no parecía un joven, sino un ángel que
hablase del amor a María. Ámenla como B. Herman, que la llamaba esposa de sus
amores porque con ese nombre le había honrado a María. Ámenla como un san
Felipe Neri, quien con solo pensar en María se derretía en tan celestiales
consuelos que por eso la llamaba sus delicias. Ámenla como un san Buenaventura,
que la llamaba no sólo su señora y madre, sino que para demostrar la ternura
del afecto que le tenía llegaba a llamarla su corazón y su alma. Ámenla como
aquel gran amante de María, san Bernardo, que amaba tanto a esta dulce madre
que la llamaba robadora de corazones, por lo que el santo, para expresar el
ardiente amor que le profesaba, le decía: “¿Acaso no me has robado el corazón?”
Llámenla “su inmaculada”, como la llamaba san Bernardino de Siena, que todos
los días iba a visitar una devota imagen para declararle su amor con tiernos
coloquios que mantenía con su reina; y por eso, a quien le preguntaba a dónde
iba todos los días, le respondía que iba a buscar a su enamorada.
Ámenla cuanto
un san Luis Gonzaga, que ardía tanto y siempre en amor a María, que sólo con
oír el dulce nombre de su querida madre al instante se le inflamaba el corazón
y se le encendía el rostro a la vista de todos. Ámenla cuanto un san Francisco
Solano, quien como enloquecido con santa locura en amor a María, acompañándose
con una vihuela, se ponía a cantar coplas de amor delante de la santa imagen,
diciendo que así como los enamorados del mundo, él le daba la serenata a su
amada reina.
Ámenla cuanto
la han amado tantos siervos suyos que no sabían qué hacer para manifestarle su
amor. El padre Juan de Trejo, jesuita, se preciaba de llamarse esclavo de
María, y en señal de esclavitud iba con frecuencia a visitarla en una ermita; y
allí, ¿qué hacía? Al llegar derramaba tiernas lágrimas por el amor que sentía a
María; después besaba aquel pavimento pensando que era la casa de su amada
señora. El P. Diego Martínez, de la misma Compañía, en sus fiestas, se sentía
como transportado al cielo a contemplar cómo allí la celebraban, y decía:
“Quisiera tener todos los corazones de los ángeles y de los santos para amar a
María como ellos la aman. Quisiera tener la vida de todos los hombres para
darla por amor a María”.
Trabajen otros
por amarla cuanto la amaba Carlos, hijo de santa Brígida, que decía no haber
cosa que le consolara en el mundo como saber que María era tan amada de Dios. Y
añadía que con mucho gusto hubiera aceptado todos los sufrimientos imaginables
con tal de que María no hubiera perdido ni pudiera perder un punto de su grandeza;
y que si la grandeza de María hubiera sido suya, con gusto hubiera renunciado a
ella en su favor por ser María la más digna. Deseen hasta dar la vida como
prueba de amor a María, como lo deseaba san Alonso Rodríguez. Lleguen
finalmente a grabar su nombre en el pecho con agudos hierros, como lo hicieron
el religioso Francisco Binancio y Radagunda, esposa del rey Clotario. Y hasta
impriman con hierros candentes sobre la carne el amado nombre para que quede
mucho más visible y duradero, como lo hicieron en sus transportes de amor sus
devotos Bautista Archinto y Agustín de Espinosa, jesuitas.
Hagan por María
e imaginen cuanto puede hacer el más fino amante para expresar su amor a la
persona amada, que no llegarán a amarla como ella los ama. “Señora mía –dice
san Pedro Damiano-, ya sé que eres amabilísima y nos amas con amor
insuperable”. Sé, señora mía, venía a decir, que nos amas con tal amor que no
se deja vencer por ningún otro amor. Estaba una vez san Alonso Rodríguez a los
pies de una imagen de María y sintiéndose inflamado de amor hacia la santísima
Virgen, rompió a decir: “Madre mía amantísima, ya sé que me amas, pero no me
amas tanto como yo a ti”. Pero María, como sintiéndose herida en punto de amor,
le respondió desde la imagen: “¿Qué dices, Alonso, qué dices? ¡Cuánto más
grande es el amor que te tengo que el que tú me tienes!. No hay tanta distancia
del cielo a la tierra como de mi amor al tuyo”.
Razón tiene san
Buenaventura al exclamar: “¡Bienaventurados los corazones que aman a María!
¡Bienaventurados los que la sirven fielmente!” ¡Dichosos los que tienen la
fortuna de ser fieles servidores y amantes de esta Madre llena de amor! Sí,
porque la reina, agradecida más que nadie, no se deja superar por el amor de
sus devotos. María, imitando en esto a nuestro amorosísimo redentor Jesucristo,
con sus beneficios y favores, devuelve centuplicado su amor a quien la ama.
Exclamaré con
el enamorado san Anselmo: “¡Que desfallezca mi corazón en constante amor a ti!
¡Que se derrita mi alma!” Arda siempre por ti mi corazón y se consuma del todo
en tu amor el alma mía, mi amado salvador Jesús y mi amada madre María. Y ya
que sin vuestra gracia no puedo amaros, concededme, Jesús y María, por vuestros
méritos, que no por los míos, que s ame cuanto merecéis. Dios mío, enamorado de
los hombres, has podido morir por tus enemigos, ¿y vas a negar a quien te lo
pide la gracia de amarte y amar a tu Madre santísima?
EJEMPLO
Muerte santa de una
pastorcilla
Narra el P.
Auriema que una pobra pastorcilla que guardaba su rebaño amaba tanto a María,
que toda su delicia consistía en ir a la ermita de nuestra Señora que había en
el monte y estarse allí, mientras pastaba el rebaño, hablando y haciendo
homenajes a su amada Madre. Como la imagen, que era de talla, estaba desprovista
de adornos, como pudo le hizo un manto. Otro día, con flores del campo hizo una
guirnalda y subiendo sobre el altar puso la corona a la Virgen, diciendo:
“Madre mía, bien quisiera ponerte corona de oro y piedras preciosas, pero como
soy pobre recibe de mí esta corona de flores y acéptala en señal del amor que
te tengo”. Con éstos y otros obsequios procuraba siempre esta devota jovencita
servir y honrar a su amada Señora.
Pero veamos
cómo recompensó esta buena Madre las visitas y el amor de esta hija suya.
Cayó la joven
pastorcita gravemente enferma, y sucedió que dos religiosos pasaban por
aquellos parajes. Cansados del viaje, se pusieron a descansar bajo un árbol.
Uno de ellos dormía, pero ambos tuvieron la misma visión. Vieron una comitiva
de hermosísimas doncellas, entre las que descollaba una en belleza y majestad.
“¿Quién eres, señora, y dónde vas por
estos caminos?”, le preguntó uno de los religiosos a la doncella de sin igual
majestad. “Soy la Madre de Dios –le respondió- que voy con estas santas vírgenes
a visitar a una pastorcilla que en la próxima aldea se halla moribunda y que
tantas veces me ha visitado”. Dicho esto, desapareció la visión. Los dos buenos
siervos de Dios se dijeron: “Vamos nosotros también a visitarla”. Se pusieron
en camino y pronto encontraron la casita y a la pastorcita en su lecho de paja.
La saludaron y ella les dijo: “Hermanos, rogad a Dios que os haga ver la
compañía que me asiste”. Se arrodillaron y vieron a María que estaba junto a la
moribunda con una corona en la mano y la consolaba. Luego las santas vírgenes
de la comitiva iniciaron un canto dulcísimo. En los transportes de tan
celestial armonía y mientras María hacía ademán de colocarle la corona, la
bendita alma de la pastorcita abandonó su cuerpo yendo con María al paraíso.
ORACIÓN PARA
ALCANZAR EL AMOR DE MARÍA
¡María, tú
robas los corazones!
Señora, que con tu amor y tus beneficios
robas los corazones de tus siervos,
roba también mi pobre corazón
que tanto desea amarte.
Con tu belleza has enamorado a Dios
y lo has atraído del cielo a tu seno.
¿Viviré sin amarte, madre mía?
No quiero descansar hasta estar cierto
de haber conseguido tu amor,
pero un amor constante y tierno
hacia ti, madre mía,
que tan tiernamente me has amado
aun cuando yo era tan ingrato.
¿Qué sería de mí, María,
si tú no me hubieras amado
e impetrado tantas misericordias?
Si tanto me has amado cuando no te amaba,
cuánto confío en tu bondad ahora que te amo.
Te amo, madre
mía,
y quisiera un gran corazón que te amara
por todos los infelices que no te aman.
Quisiera una lengua
que pudiera alabarte por mil,
y dar a conocer a todos tu grandeza,
tu santidad, tu misericordia
y el amor con que amas a los que te quieren.
Si tuviera riquezas,
todas quisiera gastarlas en honrarte.
Si tuviera vasallos,
a todos los haría tus amantes.
Quisiera, en fin, si falta hiciera,
dar por ti y por tu gloria hasta la vida.
Te amo, madre
mía, pero al tiempo
temo no amarte cual debiera
porque oigo decir que el amor
hace, a los que se aman, semejantes.
Y si yo soy de ti tan diferente,
triste señal será de que no te amo.
¡Tú tan pura y yo tan sucio!
¡Tú tan humilde y yo tan soberbio!
¡Tú tan santa y yo tan pecador!
Pero esto tú lo puedes remediar, María.
Hazme semejante a ti pues que me amas.
Tú eres poderosa para cambiar corazones;
toma el mío y transfórmalo.
Que vea el mundo lo poderosa que eres
a favor de aquellos que te aman.
Hazme digno de tu Hijo, hazme santo.
Así lo espero, así sea.
Quiere Dios salvarnos. San Alfonso María de
Ligorio.
Quiere Dios salvarnos, mas, para gloria
nuestra, quiere que nos salvemos, como vencedores. Por tanto, mientras vivamos
en la presente vida, tendremos que estar en continua guerra. Para salvamos
habremos de luchar y vencer. Sin victoria nadie podrá ser coronado. Así afirma
San Juan Crisóstomo: Cierto es que somos muy débiles y los enemigos muchos y muy
poderosos; ¿cómo, pues, podremos hacerles frente y derrotarlos? Responde el
Apóstol animándonos a la lucha con estas palabras: Todo lo puedo con Aquel que
es mi fortaleza. Todo lo podemos con la oración; con ella nos dará el Señor las
fuerzas que necesitarnos, porque, como escribe Teodorato, la oración es una,
pero omnipotente. San Buenaventura asegura que con la oración podemos adquirir
todos los bienes y libramos de todos los males.
San Lorenzo Justiniano afirma que con la
oración podemos levantamos una torre fortísima donde hemos de estar seguros de
las asechanzas y ataques de todos nuestros enemigos. San Bernardo escribe estas
hermosas palabras: Fuerte es el poder del infierno, pero la oración es más
fuerte que todos los demonios. Y ello es así, porque con la oración alcanza el
alma la ayuda divina que es más poderosa que toda fuerza creada. Por esto el
santo rey David, cuando le asaltaban los temores, se animaba con estas palabras,
Con cánticos de alabanza invocaré al Señor y seré libre de todos mis enemigos.
San Juan Crisóstomo lo resume en esta sentencia: La oración es arma poderosa,
tutela, puerto y tesoro. Es arma poderosa porque con ella vencemos todos los
asaltos del enemigo; defensa, porque nos ampara en todos los peligros; puerto,
porque nos salva en todas las tempestades; y tesoro, porque con ella tenemos y
poseemos todos los bienes. [2]
Preparado Por:
Cesar Parra
Biografía:
[1] Libro las Glorias de Maria - San Alfonso Mariá de Ligorio