(1696 - 1787) Alfonso significa: "listo para el combate". Nació cerca de Nápoles el 27 de septiembre de 1696. Sus padres fueron Don José, Marqués de Ligorio y Capitán de la Armada naval, y Doña Ana Cabalieri. II
Nuestra confianza en María es inmensa por ser ella nuestra Madre
1. María es realmente Madre nuestra
No es por
casualidad ni en vano los devotos de María la llaman Madre. Diríase que no
saben invocarla con otro nombre y no se cansan de llamarla siempre madre. Madre
sí, porque de veras es ella nuestra madre, no carnal, sino espiritual, de
nuestra alma y de nuestra salvación. Cuando el
pecado privó a nuestras almas de la gracia les privó también de la vida. Y
habiendo quedado miserablemente muertas, vino Jesús nuestro redentor, y con un
exceso de misericordia y de amor nos recuperó esta vida perdida con su muerte
en la cruz, como él mismo lo declaró: “Vine para que tengan vida, y la tengan
en abundancia” (Jn 10, 10). “En abundancia”, porque como dicen los teólogos,
Jesucristo con su redención nos trajo bienes capaces de reparar absolutamente
los daños que nos causó Adán con su pecado. Y así, reconciliándonos con Dios,
se convirtió en padre de nuestras almas en la nueva ley de la gracia, como ya lo
había predicho el profeta: “Padre del siglo futuro, príncipe de la paz” (Is 9,
6). Pues si Jesús es el padre de nuestras almas, María es la madre, porque
dándonos a Jesús nos dio la verdadera vida, y ofreciendo en el Calvario la vida
de su Hijo por nuestra salvación fue como darnos a luz y hacernos nacer a la
vida de la gracia.
2. María, Madre nuestra por serlo de Jesús
En dos momentos
distintos, enseñan los santos padres, se demostró que María era nuestra madre
espiritual; primero, cuando mereció concebir en su seno virginal al Hijo de
Dios, como dice san Alberto Magno. Y más claramente san Bernardino de Siena,
quien lo explica así: Cuando la santísima Virgen dio su consentimiento a la
anunciación del ángel de que el Verbo eterno esperaba su aprobación para
hacerse su Hijo, al dar su asentimiento pidió a Dios, con inmenso amor, nuestra
salvación; y de tal manera se empeño en procurárnosla, que ya desde entonces
nos llevó en su seno como amorosísima y verdadera madre. Dice san Lucas en el
capítulo 2, versículo 7, hablando del nacimiento de nuestro Salvador, que María
dio a luz a su primogénito. Así que, dice al autor, si el evangelista afirma
que entonces dio a luz a su primogénito, ¿se habrá de suponer que tuvo otros
hijos? Pero es de fe que María no tuvo otros hijos según la carne fuera de
Jesús; luego debió tener otros hijos espirituales, y éstos somos todos
nosotros. Esto mismo reveló el Señor a santa Gertrudis, la cual, leyendo un día
dicho pasaje del Evangelio estaba confusa, no pudiendo entender cómo siendo
María madre solamente de Jesucristo, se puede decir que éste fue su
primogénito. Pero Dios le explicó que Jesús fue su primogénito según la carne,
pero los hombres son sus hijos según el espíritu.
Con esto se
comprende lo que se dice de María en los Sagrados
cantares: “Es tu vientre como montoncito de trigo cercado de azucenas” (Ct
7, 2). Lo explica san Ambrosio, y dice que si bien en el vientre purísimo de
María hubo un solo grano de trigo, que fue Jesucristo, sin embargo, se dice
montoncito de trigo, porque en aquel sólo grano de trigo estaban contenidos
todos los elegidos, de los que María debía ser la madre. Por esto escribió el
abad Guillermo: “En este único fruto, Jesús, único salvador de todos, María dio
a luz a muchos para la salvación. Dando a luz a la vida, dio a luz a muchos
para la vida”.
3. María, Madre nuestra por su dolor al pie de la cruz El segundo momento en que María nos engendró a la gracia fue cuando en el Calvario ofreció al eterno Padre, con tanto dolor la vida de su amado Hijo por nuestra salvación. Es entonces, asegura san Agustín, cuando habiendo cooperado con su amor para que los fieles nacieran a la vida de la gracia, se hizo igualmente con esto madre espiritual de todos nosotros, que somos miembros de nuestra cabeza, Jesús. Es lo mismo que significa lo que dice la Virgen de sí misma en el Cantar de los cantares: “Pusiéronme a guarda de viñas; y mi propia viña no guardé” (Ct 1, 5). María, por salvar nuestras almas, consintió que se sacrificara la vida de su Hijo. ¿Y quién era el alma de María sino su Jesús, que era su vida y todo su amor? Por esto le anunció el anciano Simeón que un día su bendita alma se vería traspasada de una espada muy dolorosa. “Y tu misma alma será traspasada por una espada de dolor” (Lc 2, 35). Esa espada fue la lanza que traspasó el costado de Cristo, que era el alma de María. En aquella ocasión, con sus dolores, nos dio a luz para la vida eterna, por lo que todos podemos llamarnos hijos de los dolores de María. Nuestra madre amorosísima estuvo siempre y del todo unida a la voluntad de Dios, por lo que –dice san Buenaventura- siendo ella el amor del eterno Padre hacia los hombres que aceptó la muerte de su Hijo por nuestra salvación, y el amor del Hijo al querer morir por nosotros para identificarse con este amor excesivo del Padre y del Hijo hacia los hombres, ella también, con todo su corazón, ofreció y consintió que su Hijo muriera para que todos nos salváramos. Es verdad que
Jesús, al morir por la redención del género humano, quiso ser solo. “Yo solo
pisé el lagar” (Is 63, 3); pero conociendo el gran deseo de María de dedicarse
ella también a la salvación de los hombres, dispuso que también ella, con el
sacrificio y con el ofrecimiento de la vida de Jesús, cooperase a nuestra
salvación y así llegara a ser madre de nuestras almas. Esto es aquello que
quiso manifestar nuestro Salvador cuando, antes de expirar, mirando desde la
cruz a la madre y al discípulo Juan que estaba a su lado, dijo a María: “Mujer,
he ahí a tu hijo” (Jn 19, 26); como si le dijese: Este es el hombre que por el
ofrecimiento que tú has hecho de mi vida por su salvación, ahora nace a la
gracia. Y después, mirando al discípulo dijo: “He ahí a tu madre” (Jn 19, 27).
Con cuyas palabras, dice san Bernardino de Siena, María quedó convertida no
sólo en madre de Juan, sino de todos los hombres, en razón del amor que ella
les tuvo. Por eso –advierte Silveira- que el mismo san Juan, al anotar este
acontecimiento en el Evangelio, escribe: “Después dijo al discípulo: He aquí a
tu madre”. Hay que anotar que Jesucristo no le dijo esto a Juan, sino al
discípulo, para demostrar que el Salvador asignó a María por madre de todos los
que siendo cristianos llevan el nombre de discípulos suyos.
4. María ejerce su maternal protección “Yo soy la madre del amor hermoso” (Ecclo 24, 24), dice María; porque su amor, dice un autor, hace hermosas nuestras almas a los ojos de Dios y consigue como madre amorosa recibirnos por hijos. ¿Y qué madre ama a sus hijos y procura su bien como tú, dulcísima reina nuestra, que nos amas y nos haces progresar en todo? Más –sin comparación, dice san Buenaventura- que la madre que nos dio a luz, nos amas y procuras nuestro bien. ¡Dichosos los
que viven bajo la protección de una madre tan amante y poderosa! El profeta
David, aun cuando no había nacido María, ya buscaba la salvación de Dios
proclamándose hijo de María, y rezaba así: “Salva al hijo de tu esclava” (Sal
85, 16). ¿De qué esclava –exclama san Agustín- sino de la que dijo: He aquí la
esclava del Señor? ¿Y quién tendrá jamás la osadía –dice el cardenal Belarmino-
de arrancar estos hijos del seno de María cuando en él se han refugiado para
salvarse de sus enemigos? ¿Qué furias del infierno o qué pasión podrán
vencerles si confían en absoluto en la protección de esta sublime madre? Cuentan de la
ballena que cuando ve a sus hijos en peligro, o por la tempestad o por los
pescadores, abre la boca y los guarda en su seno. Esto mismo, dice Novario,
hace la piadosísima madre con sus hijos. Cuando brama la tempestad de las
tentaciones, con materno amor como que los recibe y abriga en sus propias
entrañas, hasta que los lleva al puerto seguro del cielo. Madre mía amantísima
y piadosísima, bendita seas por siempre y sea por siempre bendito el Dios que
nos ha dado semejante madre como seguro refugio en todos los peligros de la
vida.La Virgen
reveló a santa Brígida que así como una madre si viera a su hijo entre las
espadas de los enemigos haría lo imposible por salvarlo, así obro yo con mis
hijos, por muy pecadores que sean, siempre que a mí recurran para que los
socorra. Así es como venceremos en todas las batallas contra el infierno, y
venceremos siempre con toda seguridad recurriendo a la madre de Dios y madre
nuestra, diciéndole y suplicándole siempre: “Bajo tu amparo nos acogemos, santa
madre de Dios”. ¡Cuántas victorias han conseguido sobre el infierno los fieles
sólo con acudir a María con esta potentísima oración! La sierva de Dios sor
María del Crucificado, benedictina, así vencía siempre al demonio.
5. María invita a la confianza por su eficaz protección Estad siempre contentos los que os sentís hijos de María; sabe que ella acepta por hijos suyos a los que quieren ser. ¡Alegraos! ¿Cómo podéis temer perderos si esta madre os protege y defiende? Así, dice san Buenaventura, debe animarse y decir el que ama a esta buena madre y confía en su protección: ¿Qué temes, alma mía? Nada; que la causa de tu eterna salvación no se perderá estando la sentencia en manos de Jesús, que es tu hermano, y de María, que es tu madre. Con este mismo modo de pensar se anima san Anselmo y exclama: “¡Oh dichosa confianza, oh refugio mío, Madre de Dios y Madre mía! ¡Con cuánta certidumbre debemos esperar cuando nuestra salvación depende de tan buen hermano y de tan buena madre!” Esta es nuestra madre que nos llama y nos dice: “Si alguno se siente como niño pequeño, que venga a mí (Pr 9, 4). Los niños tienen siempre en los labios el nombre de la madre, y en cuanto algo les asusta, enseguida gritan: ¡Madre, madre! – Oh María dulcísima y madre amorosísima, esto es lo que quieres, que nosotros, como niños, te llamemos siempre a ti en todos los peligros y que recurramos siempre a ti que nos quieres ayudar y salvar, como has salvado a todos tus hijos que han acudido a ti. EJEMPLO
Muere santamente un escocés convertido al catolicismo
Se narra en la historia de las fundaciones de la Compañía de Jesús en el reino de Nápoles de un noble joven escocés llamado Guillermo Elphinstone. Era pariente del rey Jacobo, y habiendo nacido en la herejía, seguí en ella; pero iluminado por la gracia divina, que le iba haciendo ver sus errores, se trasladó a Francia, donde con la ayuda de un buen padre, también escocés, y, sobre todo, por la intercesión de la Virgen María, descubrió al fin la verdad, abjuró la herejía y se hizo católico. Fue después a Roma. Un día lo vio un amigo muy afligido y lloroso, y preguntándole la causa le respondió que aquella noche se le había aparecido su madre, condenada, y le había dicho: “Hijo, feliz de ti que has entrado en la verdadera Iglesia; yo, por haber muerto en la herejía, me he perdido”. Desde entonces se enfervorizó más y más en la devoción a María, eligiéndola por su única madre, y ella le inspiró hacerse religioso, a lo que se obligó con voto. Pero como estaba enfermo, se dirigió a Nápoles para curarse con el cambio de aires. Y en Nápoles quiso Dios que muriese siendo religioso. En efecto, poco después de llegar, cayó gravemente enfermo, y con plegarias y lágrimas impetró de los superiores que lo aceptasen. Y en presencia del Santísimo Sacramento, cuando le llevaron el Viático, hizo sus votos y fue declarado miembro de la Compañía de Jesús. Después de
esto, era de ver cómo enternecía a todos con las expresiones con que agradecía
a su madre María el haberlo llevado a morir en la verdadera Iglesia y en la
casa de Dios, en medio de los religiosos sus hermanos. “¡Qué dicha –exclamaba-
morir en medio de estos ángeles!” Cuando le exhortaban para que tratara de
descansar, respondía: “¡No, ya no es tiempo de descansar cuando se acerca el
fin de mi vida!” Poco antes de morir dijo a los que le rodeaban: “Hermanos, ¿no
veis los ángeles que me acompañan?” Habiéndole oído pronunciar algunas palabras
entre dientes, un religioso le preguntó qué decía. Y le respondió que el ángel
le había revelado que estaría muy poco tiempo en el purgatorio y que muy pronto
iría al paraíso. Después volvió a los coloquios con su dulce madre María. Y
diciendo: “¡Madre, madre!”, como niño que se reclina en los brazos de su madre
para descansar, plácidamente expiró. Poco después supo un religioso, por
revelación, que ya estaba en el paraíso.
ORACIÓN A MARÍA, MADRE DE LOS PECADORES
Madre mía
amantísima, ¿cómo es posible Madre mía
amabilísima, no merezco ser tu hijo, pues me hice indigno por mi mala vida. Me conformo con que me aceptes por siervo; y para lograr serlo, aun el más humilde, estoy pronto a renunciar a todas las cosas. Con esto me contento, pero no me impidas poderte llamar madre mía. Este nombre me consuela y enternece, y me recuerda mi obligación de amarte. Este nombre me obliga a confiar siempre en ti. Cuanto más me
espantan mis pecados y el temor a la divina justicia, más me reconforta el pensar que tú eres la madre mía. Permíteme que te diga: Madre mía. Así te llamo y siempre así te llamaré.
Tú eres
siempre, después de Dios, mi esperanza, mi refugio y mi amor en este valle de lágrimas. Así espero morir, confiando mi alma en tus santas manos y diciéndote: Madre mía, madre mía María; ayúdame y ten piedad de mí. Amén.[1] Preparado Por: Cesar Parra Biografía: [1] Las Glorias de María, de San Alfonso María de Ligorio
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