Es sospechosa la inspiración que nos inclina a dejar un bien presente, para andar a
caza de otro mejor, pero futuro. Un joven portugués, llamado Francisco Bassus, era
admirable no sólo en la divina elocuencia, sino también en la práctica de las virtudes, bajo
la dirección del bienaventurado Felipe Neri, en su congregación del Oratorio, en Roma.
Ahora bien, creyó que se sentía inspirado a dejar esta santa asociación, para ingresar
en una orden religiosa propiamente dicha, y, al fin, resolvióse a hacerlo. Pero el
bienaventurado Felipe, que asistió a su recepción en la orden de Santo Domingo, lloraba
amargamente. Habiéndole preguntado Francisco María Tauruse, que después fue arzobispo
de Sena y cardenal, por qué derramaba tantas lágrimas: Lamento —dijo— la pérdida de
tantas virtudes. En efecto, aquel joven tan excelentemente juicioso y devoto en la
congregación del Oratorio, en cuanto entró en religión fue tan inconstante y voluble, que,
agitado por diversos deseos de novedades y de mudanzas, dio después grandes y enojosos
escándalos.
Así nuestro enemigo, al ver que un hombre, inspirado por Dios, emprende una
profesión o un método de vida apropiado a su avance en el amor celestial, le persuade que
emprenda otro camino, de mayor perfección, en apariencia, y, después de haberle desviado
del primero, poco a poco le hace imposible la marcha por el segundo, y le propone un
tercero, para que ocupándole en la busca continua de diversos y nuevos medios de
perfección, le impida emplear alguno y, por consiguiente, llegar al fin por el cual los había
buscado, que es la perfección. Habiendo, pues, cada uno encontrado la voluntad de Dios, en
su vocación, procure permanecer santa y amorosamente en ella, y practicar los ejercicios
propios de la misma, según el orden de la prudencia y con el debido celo de la perfección. (San Francisco de Sales, Tratado del amor de Dios, libro octavo, XI) |